Había un viejo almacén de alimentación que había sido saqueado
probablemente hacía doscientos años o más; solo recuerdo que, cuando yo era
chico, aquello ya se estaba cayendo a pedazos. Pasé con ella de nuevo en
brazos, pues no quería que pisara Dios sabe qué y me dirigí hacia la pared que
tenía enfrente. En ella ascendía una escalera que daba a un pequeño habitáculo
donde estaríamos a salvo.
Abrí la puerta de una patada y la única persona que allí se encontraba
se sobresaltó y giró sobre sus pies a tal velocidad que Mercurio habría sentido
envidia. Al ver que era yo relajó su mano, que ya buscaba un arma y asintió con
vehemencia.
- Lo sabía, chico. No sé por
qué, pero sabía que al final acabarías con el agua al cuello… qué coño al
cuello: el agua te llega a la frente, joder…- dijo el con la voz pastosa de
siempre. YA daba igual que estuviera sobrio o borracho. Aquel timbre
desagradable hacía que me imaginara a una persona haciendo gárgaras con sebo de
cerdo caliente. Sin embargo, Ojos de la ciudad me permitió quedarme.